domingo, 30 de noviembre de 2014

¿Podemos?

No sé si tiene mucho sentido hablar de Podemos en un blog en principio dedicado a cuestiones de maternidad, paternidad, crianza... Pero no voy a hacerme un blog nuevo solo para esto. Y en el fondo, para mí sí tiene sentido, aunque explicar por qué daría para otro post, y bien largo... El caso es que he estado intentando entender por qué apoyo a Podemos a pesar de que comparto muchas de las críticas. Y esto es lo que me ha salido.


Hace muchos años, debía tener yo unos 18 o 19, en mi pandilla había un muchacho encantador cuyos padres eran del Opus. Un día empezamos a discutir sobre el aborto. Yo empecé pacientemente a argumentar lo injusto que era que yo me pudiera ir a Londres a abortar, mientras que una tía sin recursos tuviera que apechugar con un hijo no deseado o arriesgarse a un aborto inseguro, con independencia de que el feto pudiera o no tener algo así como un alma. Me pareció que lo tenía medio convencido, al menos, de que el aborto debía ser legal, pero en ese momento irrumpió en la conversación otro amigo que dijo algo así como:  “¡Bah, qué gilipollez! Que un feto sea o no un ser humano o un sujeto de derechos es un asunto puramente cultural; en Esparta se podía matar a los niños hasta los 7 años sin que eso fuera delito, ni siquiera era inmoral…” El colega opusino lo miró con espanto y ya no hubo forma de reconducir la conversación a un terreno compartido. Le perdí la pista este muchacho hace mucho tiempo, no sé qué pensará ahora.

Hace algún tiempo, por Twitter, comenté en tono elogioso un artículo muy interesante de Ernesto Castro, en el que defendía simultáneamente y desde una misma perspectiva el derecho al aborto y los derechos de los animales. Dije que ofrecía argumentos interesantes y novedosos para defender el derecho al aborto o algo parecido. Una compañera, feminista, a la que generalmente respeto y aprecio, me calló la boca con una frase del estilo de “el aborto es parte de los derechos reproductivos de las mujeres y no hay más argumentos que discutir”.

No contesté nada. Era en plena efervescencia contra la retrógrada y absurda ley que había propuesto Gallardón, y pensé que probablemente tenía razón y que quizá no era el momento de discutir y matizar. Nos habían puesto en una trinchera y lo que tocaba era disparar munición, cuanto más gruesa mejor. Sin embargo, al mismo tiempo que callaba y en parte compartía, me dio mucha rabia tener que aceptar esa posición a la contra, de combate, que obliga a tantas simplificaciones, que impide tantas veces traer a nuestro terreno a gente que no está en principio de acuerdo, y que, sobre todo, exime de pensar a fondo las cosas. Si mañana me nombraran ministra de sanidad o de justicia, y tuviera que reformar la ley del aborto, ¿cómo lo haría? Sí, es una hipótesis absurda, nadie me va a nombrar nada, pero ¿no estaría bien que nos obligáramos a plantearnos este tipo de cuestiones? ¿Qué haría esta amiga si fuera ella la elegida para articular una nueva legislación sobre el aborto? ¿Escucharía otros argumentos más allá del nosotras parimos, nosotras decidimos? ¿Aceptaría que comités de expertos en obstetricia opinaran sobre una ley de plazos, incluso aunque fuera para acortar esos plazos a la vista de los avances en las técnicas para mantener con vida a fetos que hasta hace poco eran inviables, o a la luz de nuevas investigaciones sobre el desarrollo del sistema nervioso y la capacidad de sentir dolor? Me imagino que sí, pero no lo sé, porque parece que nunca toca discutirlo…

A lo mejor hemos interiorizado demasiado la derrota, esa falta de poder que nos obliga a situarnos siempre a la contra. Y algo así me parece que pasa a veces con las críticas a Podemos. El otro día, desde la Plataforma para una Auditoría Ciudadana de la Deuda (PACD), secriticaba la resolución sobre la deuda que habían redactado algunos economistas vinculados a Podemos, con el argumento de que desde el “no debemos no pagamos” hasta la reestructuración ordenada que propone ese documento, iba mucho trecho. Me pareció muy significativo.

La PACD es un colectivo intachable, al que siempre he respetado. Y a lo mejor malinterpreté toda la situación y resulta que ellos proponen otra forma de reestructurar la deuda más chula que la de Bibiana Medialdea y compañía. La verdad es que no he seguido demasiado de cerca el caso y quizá el ejemplo no sea idóneo. Pero la impresión que saqué es que pasaba lo mismo que con los feminismos y el aborto. Tanto tiempo en la resistencia deja su huella en la forma de plantear los argumentos y hacer las cosas. Y esto, creo, es lo que Podemos está logrando hacer de otra manera. Cuando dicen que quieren ganar no están diciendo –o eso entiendo yo– que para ello estén dispuestos a tirar por la borda todos los principios que nos sacaron a las plazas el 15-M o a rebajar las propuestas con más filo hasta hacerlas irreconocibles. Lo que están diciendo es que están dispuestos a mojarse para convertir los eslóganes que hemos estado gritando desde las trincheras en políticas articuladas que puedan recabar el apoyo de una mayoría.

Hay un texto muy divertido de @gonzaire, escrito al estilo de esos relatos de “elige tu propio final” que me encantaban de pequeña, en el que da a entender que para evitar que Podemos termine como el gobierno de Allende, como el de Felipe González o como el de Miterrand, lo que hace falta es más democracia y participación de los círculos y militantes. Molaría que fuera verdad, pero yo no me lo creo.

Entiendo perfectamente las críticas a la “deriva antidemocrática” del equipo de Pablo Iglesias, diagnóstico que comparto y veo patente en los sistemas de votación elegidos, por poner un ejemplo destacado. En cambio, me parece que no comparto la mayoría de las explicaciones que se dan de los motivos de esta deriva. Tal como yo lo veo, la senda que ha tomado el equipo no se debe a la necesidad de tener las cosas controladas frente al desbordamiento de la participación democrática real de la sociedad. Más bien creo que lo que intentan evitar o refrenar es la participación de la gente más implicada, es decir, de unos cuantos miles de personas. ¿Por qué? A lo mejor piensan, como yo, que su base social, sus votantes y apoyos, son una masa informe de millones de personas muy distinta de esos miles de militantes.

O sea, es verdad que sin el trabajo de los círculos y los militantes no hubieran conseguido nada, pero también es verdad que sin millones de votos no van a conseguir nada. Y sospecho (y creo que es lo que sospecha el equipo promotor) que el sentir de esa mayoría que es votante potencial de Podemos no coincide demasiado bien con el sentir de los círculos y los militantes. Por decirlo con un lenguaje viejo pero que espero que se entienda, creo que éstos son bastante más “de izquierdas” que el grueso de los votante potenciales. De hecho, lo mismo me pasa a mí. Yo quiero una revolución anticapitalista de verdad y que rueden cabezas (como mínimo, en sentido metafórico). Y por eso mismo, yo no debería gobernar.

Los partidos de izquierda (de IU hacia la izquierda), no han tenido nunca verdadero éxito electoral o lo han ido perdiendo con los años, y no solo por sus garrafales errores, sino también porque sus propuestas no gustaban al electorado. Esto es así. Y Podemos no puede permitirse que sus militantes arruinen la posibilidad de convencer a un electorado más bien timorato. Lo ideal, por supuesto, sería contar con una ciudadanía con formación política y democrática, con tradición asociativa y participativa, y valores radicalmente igualitarios y anticapitalistas. Pero esa ciudadanía, a día de hoy, no existe. Lo que creo que Pablo Iglesias y su equipo no quieren –y lo entiendo perfectamente– es que todas sus políticas estén constantemente fiscalizadas y sometidas al veto de un grupo de personas, muy majas y valiosas, pero que –lamentablemente– no representan a esa mayoría que les va a dar su voto.

Pero entonces, ¿qué se puede esperar de una hipotética victoria de Podemos? Mi esperanza es que gracias a unas políticas institucionales más sensatas (políticas antiausteridad y antipobreza, defensa de los servicios públicos, gasto de dinero público en inversiones productivas en lugar de en el sumidero infinito de la deuda y los rescates bancarios, etc.) se vaya gestando un entorno social menos agresivo, precarizado y competitivo y se vaya produciendo un desplazamiento progresivo del marco ideológico, de forma que esa masa informe de votantes que vota lo que votan los demás, como decía Santiago Alba Rico, pase a ser algo así como una ciudadanía crítica, con criterio y capacidad de movilización y con valores distintos al del consumismo y la competencia.

¿Tiene sentido esta esperanza? ¿Es razonable pensar que una política institucional diseñada desde arriba vaya a generar ese efecto social beneficioso? Por un lado diría que no, claro que no. Llevamos años –o siglos– repitiéndonos que las cosas nacen desde abajo, y generalmente es verdad. Pero, por otro lado, ¿no fue exactamente eso lo que consiguió la ofensiva consevadora-neoliberal de los años ochenta? Fue un movimiento absolutamente dirigido desde arriba –no había ningún tipo de base social que los respaldara, eran cuatro gatos (unos cuantos economistas heterodoxos, unos cuantos políticos iluminados y unos cuantos megamillonarios)– y sin embargo lograron desplazar por completo los marcos de sentido y las ideologías de todos nosotros.

Owen Jones lo cuenta muy bien. Lo que en los años sesenta era consensual y perfectamente aceptado (la necesidad de gravar a los ricos y redistribuir, las políticas keynesianas, la defensa de unos servicios públicos potentes y eficaces, las pensiones, etc.) pasó a considerarse radicalismo utópico. Y lo que era tabú minoritario (laissez-faire, ultracompetitividad, liberalización de las finanzas, culpabilización de los pobres, ineficacia de lo público, demonización de los sindicatos), se convirtió en el pan nuestro de cada día. Y cuando digo “nuestro” lo digo en serio. Es imposible tener a tanta gente engañada durante tanto tiempo. Nos convencieron. Nos lo metieron dentro en mayor o menor grado.

Ahora, gracias a muchas cosas (entre ellas, los movimientos de base, pero también la crisis) surge en el horizonte político una gente que, de momento, parece estar acertando en sus jugadas orientadas a convencernos de que, como dice César Rendueles, siempre hemos sido anticapitalistas aunque no lo supiéramos. ¿Qué vamos a hacer? Yo, desde luego, voy a apostar a que sí, a que Podemos, e incluso a que “ellos pueden”. Creo que si logran llegar a donde apuntan vamos a conseguir, como poco, desplazar el abanico de lo que ahora mismo aparece como posible, destruyendo consensos previos y cimentando un nuevo sentido común que podría dar alas a una ciudadanía que, a día de hoy, y por más que nos guste acordarnos de cómo estaban de llenas las plazas cuando el 15-M, tiene nula tradición asociativa, comunitaria, activista…

Podemos no debe ni puede dar la espalda a los movimientos sociales, pero tampoco podemos pretender que vaya a remolque de esos movimientos porque, en el fondo, y por decirlo a lo bruto, esos movimientos no nos representan, es decir, no representan a esa mayoría harta de lo que hay, que está dispuesta a apostar por Podemos. O si lo hacen, es solo en algunos aspectos muy concretos y sectoriales de nuestra vida en común (defensa de la sanidad o la educación públicas…). Podemos ha generado en poco tiempo más movilización social que la que ha habido en los últimos treinta años.

No sé si mi apoyo a Podemos peca de ingenuo o de cínico, o puede que de las dos cosas a la vez. Lo que sé es que es muy posible, incluso probable, o incluso seguro, que lo que Podemos consiga sea solo un pálido reflejo de lo que yo querría. Yo querría, por ejemplo, una sociedad anticapitalista radicalmente igualitaria, con una economía decrecentista, con expropiación y socialización de prácticamente todo lo que no sean nuestros cepillos de dientes y otros enseres privados, con derechos sociales desvinculados de lo laboral, con igualdad de género, con respeto a los animales, a los niños y al medio ambiente, sin fronteras, sin ejército ni cárceles, con muuucho tiempo libre para todos, y otras muchas cosas más que es muy posible, incluso probable, incluso seguro, que otras personas –muchas personas, la mayoría de personas– no quieran ni en pintura.

Estas son mis metas, no creo que las vaya a cambiar mucho a estas alturas. Y mi apoyo a Podemos no me hará dejar de seguir luchando por ellas, en la escasa medida de mis posibilidades. Pero no quiero que estas aspiraciones u otras semejantes lleven a nadie a boicotear el único avance hacia un mundo más justo que percibo ahora mismo en el horizonte, aunque ese avance me parezca lento, titubeante o hasta renqueante.

O sea, aunque no coincida con mis objetivos, no pienso desdeñar lo que sea que pueda conseguirse a día de hoy con el apoyo de una amplia mayoría social. En parte porque aunque solo se logre una ley antidesahucios decente, ya me merece la pena apoyar a Podemos, y en parte porque confío en que desde arriba se puede generar un ambiente apropiado para la participación democrática, el empoderamiento ciudadano y la movilización a favor del bien común.