martes, 29 de octubre de 2013

Entre el constructivismo social y el determinismo biológico: I parte

Es curioso lo difícil que resulta mantener una postura así como de término medio y matizaciones. Para una gran cantidad de personas –entre ellas, muchas feministas– la reivindicación de algo así como un instinto maternal es algo impensable. Y así me lo han hecho saber. Simplificando (mucho), sus críticas serían del tipo: “no me puedo creer que te hayas tragado la propaganda patriarcal…”

Para otra gran cantidad de personas, mi forma, digamos, “tibia” de hablar de instinto maternal es motivo de guasa. Su crítica sería de este estilo: “mira qué risa, una feminista pro-construcción social de la realidad que por fin se está dando cuenta de cómo son las cosas pero todavía no se atreve a abrir los ojos del todo”.

Me imagino que poco puedo hacer para mejorar mi posición frente a estos dos grupos opuestos. Pero aun así, y a modo de respuesta a algunos comentarios del “bando pronaturaleza humana” que se han hecho en este blog, intentaré matizar un poco más.



Mucha gente parece pensar que el instinto maternal es un impulso determinado genéticamente que lleva a las hembras de distintas especies a querer reproducirse y cuidar a toda costa de sus crías, mientras que los machos se centrarían en lo de esparcir su semillita por doquier. Desde ese punto de vista, mi intento de, digamos, difuminar sus fronteras de género redefiniendo ese instinto en términos de respuesta cuidadora innata frente a una criatura desvalida sería un intento de eludir el meollo de la cuestión.

Por supuesto, no me niego a aceptar que exista la pulsión reproductora. No es raro que, en lo que se refiere a conductas vitales para la supervivencia de una especie, se “acumulen” las conductas adaptativas unas sobre otras (e incluso las normas culturales que van en el mismo sentido que esas constricciones naturales).

Y por supuesto, no me niego a aceptar –casi diría que al contrario: me parece bastante probable– que el instinto de cuidado esté más presente en las hembras que en los machos. Vete tú a saber.
Pero en cambio, sí me niego a aceptar alguno de los argumentos que se esgrimen a favor de esa hipótesis.

En en este blog un anónimo comentador decía que el deseo de ser madre tiene una base natural y no hace falta encontrar un gen o grupo de genes responsables de esa pulsión, ya que la hipótesis es tan evidente que ni falta hace identificar a los responsables biológicos.

Pero, ¿realmente “necesita la especie” que las hembras deseen tener hijos? ¿no “le basta” a todos los efectos con que se haya seleccionado evolutivamente el sexo placentero y la respuesta cuidadora ante las crías? (no, la naturaleza no se anticipó al desarrollo de los métodos anticonceptivos). La existencia de una pulsión sexual me parece fuera de toda duda. Y la respuesta cuidadora ante las crías se ha documentado en distintas especies. Por lo demás, no veo ninguna objeción a lo que estoy argumentando en el hecho, muy razonable, de que nos sintamos más apegados a y responsables de nuestras crías que de las de los demás. Aunque creo que la diferencia es de grado, lo que quizá no cuadre bien del todo con la teoría del gen egoísta de Dawkins.

Por eso pido, al menos, prudencia a la hora de clamar por la existencia de conductas genéticamente determinadas. En cualquier especie compleja y social, como los humanos, y hasta los primates, la validez de muchas observaciones y la posibilidad de efectuar experimentos cruciales es dudosa. No hay forma de apartar la cultura para ver la naturaleza en acción.

Un comentario anónimo en este blog decía que los prejuicios de los investigadores a los que yo había aludido, de existir, iban más bien en sentido contrario al que yo sostenía: “la opinión culturalmente dominante es que todo se debe a tradiciones patriarcales, cultura, poca biología”.

Si estamos hablando de, por ejemplo, una facultad de filosofía en general (o de la de la Universidad Complutense en particular) no puedo estar más de acuerdo. Pero si hablamos de quienes realmente se ocupan de estos temas y, sobre todo, de quienes más repercusión mediática están obteniendo en los últimos años con sus teorías, ganan por goleada los sociobiólogos, los psicólogos evolucionistas y las creativas hipótesis de los partidarios de la (sobre)determinación genética de nuestras conductas.


Natasha Walter contaba en su libro Muñecas vivientes. El regreso del sexismo, un ejemplo bastante delirante. En 2007, un estudio realizado en la Universidad de Newcastle, publicado en Current Biology y recogido en los medios británicos, concluía que la preferencia de las mujeres por los tonos rosados y la de los hombres por los tonos azulados era genética y tenía raíces evolutivas. Mientras los hombres desarrollaron una preferencia por el color azul del cielo despejado –buen tiempo para salir de caza–, las mujeres, que se ocupaban de la recolecta llegaron a sentirse atraídas por los tonos rosados y rojizos –una preferencia muy útil para recoger frutos maduros y evitar los verdes–. Por supuesto, se trata de una especulación más propia de la literatura de ficción que de la ciencia. Pero es que además basta remontarse apenas unas décadas para encontrar contraejemplos. Al parecer hasta finales del XIX la ropa de los bebés solía ser blanca, y cuando a principios del siglo XX empezó a utilizarse el rosa y el azul, lo habitual era que el azul fuera para las niñas, mientras que el rosa se reservaba para los niños…

Pero no hace falta recurrir a ejemplos tan sangrantes. Cualquiera que haya leído a Steven Pinker, por ejemplo, puede apreciar de hasta qué punto mezcla apreciaciones perfectamente razonables y necesarias en defensa de la existencia de una cierta naturaleza humana, con argumentos totalmente inválidos con los que pretende probar lo que –le guste o no–, sólo son hipótesis, algunas de ellas bastante dudosas y, curiosamente, casi siempre bastante rancias.

Como bien explicaban Lewontin, Rose y Kamin en el clásico No está en los genes, no se trata de hechos científicos por un lado y juicios morales por otro, de forma que estemos obligados a aceptar los hechos y, a partir de ahí, podamos cuestionar los juicios morales. No: entre esos supuestos hechos se ha colado y se sigue colando una importantísima cantidad de basura ideológica.


La tradición de fraudes en estudios sobre el cociente intelectual que demostraban que los negros o las mujeres o los pobres son más tontos o más torpes es larga…

Pero no siempre hace falta imputar mala fe a los investigadores: los prejuicios funcionan como gafas que uno no sabe que las lleva. Así es como se introducen involuntariamente y con la mejor intención sesgos de todo tipo en el diseño de investigaciones y experimentos, que sólo estudios posteriores conseguirán despejar. Y sí, me refiero a estudios serios, con aparato matemático, y publicados en revistas de prestigio.  Estudios que posteriormente son refutados por otros igualmente serios. Y sí, también sé que así es como avanza el conocimiento científico: se formulan hipótesis, se aducen pruebas a su favor, luego se encuentran otras que la desmienten, se formulan nuevas hipótesis, y así sucesivamente hasta sedimentar lo que podemos considerar verdades probadas.

Pero al igual que dan bastante risa los rocambolescos argumentos con los que los antropólogos han tratado de explicar la universalidad cultural del tabú del incesto sorteando cuidadosamente la posibilidad de que pudiera tener algo que ver con algún rasgo natural y biológico, también me resultan sospechosos y ridículos muchos de los experimentos y argumentos evolutivos que usan los sociobiólogos para explicar distintos rasgos conductuales existentes hoy día en nuestras sociedades.

Digamos que los constructivistas sociales extremos y los deterministas genéticos cometen errores paralelos: los primeros parecen pensar que basta con enumerar un montón de contraejemplos que se dan de hecho en nuestra sociedad (infinidad de aspiraciones femeninas distintas de la maternidad, por ejemplo) para invalidar la hipótesis de que existe una base genética para cierta conducta. Los segundos tienden a creer que con ciertos experimentos en los que individuos perfectamente socializados muestran un tipo u otro de conductas (promiscuidad masculina y amoroso cuidado femenino, por ejemplo) están poniendo al descubierto rasgos naturales y universales.

Dawkins, Wilson y Pinker

En definitiva, tal como están las cosas, negarnos a engrosar al creciente coro de voceros de las rancias hipótesis de la sociobiología y mantener, en cambio, una postura un tanto escéptica y desconfiada me parece la única postura razonable.

3 comentarios:

  1. Hola y enhorabuena por este blog tan interesante. Con todos mis respetos, tal vez tienes una visión algo estereotipada del concocimiento científico. Todo lo que hacen los científicos está preñado de intereses y "prejuicios", y no puede dejar de estarlo. No hay forma de definir objetivamente -es decir, sin prejuicios, intereses o valores- conceptos como "instinto" o "maternidad". No existen verdades probadas. Sólo existen discursos aceptados, dominantes, y prácticas más o menos extendidas. Es imposible recurrir a la biología como autoridad para decidir cómo es o debe ser la conducta maternal o la crianza. El concepto de instinto se creó para explicar comportamientos cuya construcción no se sabía explicar, y funciona como aquello de la "virtus dormitiva" del opio (el opio duerme porque tiene virtus dormitiva). No hay manera de describir la continuidad desde los genes hasta un comportamiento, entre otras cosas porque los genes no son más que moléculas que constituyen componentes del organismo en desarrollo, al lado de otros muchos componentes que interactúan todo el rato con el entorno. Por tanto, no hay "base genética" de nada; como mucho, hay límites o condiciones que ponen los genes igual que hay otros límites o condiciones que pone el ambiente; pero los genes no pueden dictar o causar comportamientos. Si existiera el instinto maternal como un comportamiento con base genética estaríamos obligados a afirmar que las mujeres que no sienen deseos de ser madres están enfermas (bueno, hay gente que lo cree así), o que la desatención a los bebés -que tan bien documenta Badinter en su libro- es una especie de patología colectiva, o que el infanciticio -que se practica en muchas culturas- es también una patología cultural, etc.

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  2. Hola:

    Yo leí el libro de la señora Badinter y me pareció muy exagerado, cuando hablaba de que las mujeres anteriores a la Ilustración no demostraban instinto maternal alguno. Hasta en las comedias de Plauto y Terencio aparece que el infanticidio legalmente permitido suponía una dura prueba para las madres (Y los primeros cristianos lo condenaban, por cierto).

    Por supuesto, decir que unos y otros exageran por igual es no decir nada, sobre todo cuando se trata de ilustrar con ejemplos rebuscados. Decir "no hay base genética de nada" o "no existen verdades probadas" equivale a dejar el campo libre a cualquier oportunista. Para decir eso, mejor callarse.

    También es falaz lo de decir "Si existiera el instinto maternal como un comportamiento con base genética estaríamos obligados a afirmar que las mujeres que no sienten deseos de ser madres están enfermas", porque lo que estudia la ciencia son datos, estadísticas, proporciones. Es como tomar el caso de un psicópata para pretender refutar las tendencias compasivas del ser humano.

    La etnografia demuestra sobradamente que existen tendencias conductuales de tipo social que se repiten universalmente, y entre estas tendencias, junto con la agresividad, la dominación masculina, el grupalismo y el sobrenaturalismo también está el "instinto maternal".

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  3. la genética, la cultura en la que vivimos, las propias vivencias ... los propios deseos... todo se conjuga.
    Biología, Psicología, Sociología no son una o la otra.

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